domingo, 21 de diciembre de 2008

V (Cinco)

Se encontraba acostada en el sofá, di vueltas a su alrededor tratando de hallar el porqué de su aflicción, entre sollozos respiraba, sus labios temblaban, era como si su alma estuviese vibrando en algún lugar lejano.

Estaba desnuda, y su piel era tersa, pasé mis manos varias veces por encima y con una leve inclinación me acomodaba cerca de su oído para respirar, para susurrar que todo estaría bien. Yo no quería que lo estuviera, quería que sintiera ese dolor, que entre las convulsiones de su cuerpo vacío exclamara mi nombre. Anhelaba acercarme a su cuello, pasar mis labios por él y ver como cada folículo en él con alarma se despertaba.

Admiré su cuerpo varias veces, ya sabía el porqué de su aflicción. Era una belleza fría pero caliente al tacto. Despertaba en mi mente cada obsceno pensamiento pero con una cualidad dulce. Con pequeñas visiones de rosas deslizándose por su piel, y mis lágrimas cayendo suavemente en su paladar, la sal amarga convirtiéndose en vida.

Ya no podía más. Me acerqué a la ventana, era de noche y sobre los lúgubres árboles que se alzaban a nuestro alrededor sólo podía escuchar el graznido del ave negra. Si tan solo esto fuese una única vez, si nunca jamás lo tuviese que vivir, el ave no estaría afuera. Habría sido derribada por un rayo, y la noche se hubiera iluminado para convertirse en día.

De un lado a otro de la habitación me llevaban mis pies, mis manos caídas a los lados sólo oscilaban adelante y atrás. El reloj de la habitación marcó las doce y con una leve sonrisa se burló. Con ímpetu corrí, me enfrente a él, y lo arremetí con la cabeza una y otra vez, sin descansar, hasta que me tomó en su brazos, mi cara sangrienta y cortada por sus vidrios. El reloj sonrió y me depositó en el suelo.

Estaba mareado, nauseabundo y con hielo en las venas. Trastabillé hasta llegar donde ella y caí de rodillas a su lado. Su piel era deliciosa, un tono dorado la cubría y no me pude resistir. Con una mano recorrí todo su cuerpo, desde sus pies, sus piernas, las caderas que se levantaban sobre el horizonte, sus pechos y su cara. Aún convulsionaba, retorciéndose ante el roce de mi piel sobre la suya, sus folículos levantándose a mi paso. Toqué sus labios, los admiré.

Posé mi mano sobre su vientre y supe lo que tenía que hacer, acerqué mis labios lentamente y entre respiros lo besaba hasta saber que ya no necesitaba de mí. Le habían robado una parte de sí y ahora yo la reponía con mi ser. Exhalé lo último de mi vida.

Ya no respiraba. Me acosté sobre el piso al lado del sofá, pude notar que las convulsiones cesaron. Me extendí mientras escuchaba al cielo rugir. Cerré los ojos y en mi mente besé su piel una última vez.

martes, 18 de noviembre de 2008

Reloj de bolsillo

Se acercó al borde de la barandilla, bajo sus pies una rejilla metálica era lo único que lo separaba de la inmensidad de la fábrica. Los engranajes daban vueltas sin cesar. Siempre le habían dicho que siguiera la línea de mando, pero y ahora que no había nadie por encima de él, cómo proseguiría. El primer paso fue uno hacia atrás. Veinte metros lo separaban del sucio suelo de la fábrica y sin embargo nunca se había sentido seguro ahí. Algo le decía que era una carnada. 

Ese día su hijo lo acompañaba y en ese momento de vértigo y pérdida lo acercó a su pecho, a manera de escudo, nunca se sabía lo que podía provenir de aquella oscuridad. El hijo subió la vista hacia su padre, no sabía porque lo sometía a aquella tortura cada mañana. Pero el hijo no importaba, era el padre, el hombre del traje gris y el reloj de bolsillo, la mirada fijamente incrustada en el dinero y las manos temblorosas que se sujetaban a la barandilla. Manos que portaban anillos y venas resaltadas y que con cada vistazo a la oscuridad temblaban de manera sutil.

Eso era algo nuevo, su padre nunca había temblado cuando con toda su fuerza usaba sus manos para atravesar de golpes los cuerpos demacrados de los que movían los engranajes. Pero seguro era solamente la señal del envejecimiento aquel temblor. Ojalá así fuese.

Durante años, por la mañana y tarde el paseo obligatorio por la barandilla le provocaba un cosquilleo desde los pelos en la nuca hasta la punta de sus pies. Había sido una tradición que su padre compartió con él y que ahora él compartía con su hijo. Desde pequeño supo que si asomaba su cabeza no vería nada pero que ahí estarían esperandolo los ojos amarillentos. Lamentablemente los engranajes no se podían mover solos y necesitaban de ellos que día tras día en la oscuridad empujaban palancas, martilleaban metales y corrían en círculos.

Clang, clang, clang hacían las suelas de sus zapatos sobre la rejilla y a cada paso los cuellos giraban y los ojos volteaban hacia arriba, los colmillos relucían en la oscuridad y el sudor era dulces gotas de mercurio que caían al piso y rodaban sobre la superficie grasienta. Repentinamente un brazo se alzó, sus falanges rodeaban un tubo metálico y la presión a la cual lo sometían era increíble. Sobresalía por encima de la oscuridad y la niebla, destelló en sus ojos. Su resplandor metálico se reflejó claramente en los ojos del padre.

Hubo un momento silencioso, el brazo esperaba ahí a que algo sucediera. Lentamente todo el sonido en la fábrica cesó.

¡Regresen al trabajo! ¡Regresen ya!- vociferó el hombre, lanzando esquirlas de saliva desde su boca. Levanto su mano y con la manga limpió su boca, la mano estaba temblando y en su frente se podía ver la sangre que se transportaba rápidamente por la venas.

El brazo que sobresalía de la oscuridad bajó un momento y luego golpeó con ira uno de las máquinas con engranajes que lo obligaban a trabajar todo el día. El sonido fue contundente, hizo vibrar el corazón de la fábrica e inmediatamente se reanudó el trabajo y los ruidos del trabajo.

Excepto que esta vez había algo distinto, los sonidos de la fábrica ya no eran al azar, cada uno parecía complementar al otro en tono y tiempo. El metal precedía a los engranajes, y golpe tras golpe se mezclaban los unos con los otros. Estaban haciendo música.

La mano del hombre aún temblaba y no lo notó. Dirigió su mirada a su hijo y vió que con horror éste contemplaba por encima de la barandilla. Se acercó a él, se puso de cuclillas y con ambas manos lo agarró de los brazos e hizo que dirigiera su mirada hacia él. El hijo se intentó soltar, se negaba y no quería. Mientras tanto la música crecía.

El hombre aún con la adrenalina en sus venas no lo pensó dos veces y dió una cachetada a su hijo. Se quedó quieto y lo miró a los ojos. Era exactamente lo que el hombre quería, él sabía en su interior que los temblores era por vejez y nada más. Con una voz calmada se dirigió a él y le dijo – Sólo tienes que manejarlos con mano de hierro…

La rejilla se desplomó, lentamente padre e hijo cayeron 20 metros hasta dar con el mugriento suelo que cubría la fábrica. En medio de la oscuridad se empezaron a vislumbrar los ojos amarillos, los colmillos y tubos metálicos. Uno tras uno los golpeaban contra el piso, la sinfonía continuaba.

Se abalanzaron sobre el padre destripandolo, mientras los ancianos retiraban al niño. Era hora de llevarlo de vuelta hacia arriba. Pronto necesitarían otra carnada para incentivarlos a girar los engranajes día tras día. Pronto las cosas volverían a la normalidad y los restos del padre pasarían a ser sólo más suciedad en el suelo de la fábrica. 

Una vez más los sonidos de la fábrica eran sólo el golpetear de un reloj de bolsillo.

martes, 11 de noviembre de 2008

Pipa de paz

Se sentó en el pasto, sacó su pipa y la insertó en su boca. Nadie usaba pipa, ni él, pero de qué servía tener una si no se usaba para por lo menos aparentar que se usaba. Procedió a aspirar, sus pulmones se hincharon y sustrajeron todo el oxigeno de aquel instrumento medieval. Por lo menos para purificar el aire habría de servir. Y puf... exhaló dióxido de carbono. Una maravillosa acción, sorprendente, convertir el oxigeno en dióxido de carbono de manera tan rápida, nunca cesaba de sorprenderlo. Era mágico. 

Por aquellos años sin embargo la mayoría de la gente no apreciaba esa acción de la misma manera, las fábricas se habían encargado de desplazar al hombre en la tarea de crear dióxido de carbono, incluso eran más eficientes porque no necesitan ni agua, ni comida ni oxigeno para crearlo.

Pero, para que vagar en el espacio de los pensamientos y recuerdos cuando hacía un día tan bello afuera... El hombre se dejó ir de espaldas y contempló las nubes amarillas de azufre que pasaban. Contemplando se quedó un par de horas hasta quedar dormido el hombre del traje gris, la barba azul y la pipa que se rehusaba a dislocarse de aquella boca.

El sueño se convirtió en vida y el hombre se levantó treinta años más viejo y decrépito, aunque por suerte no se notaba por fuera, sin embargo había sido un error dormir, él sabía que le provocaría ánimos y que durante el sueño su cerebro habría de creer que valdría la pena vivir. Pero no era así. Haciendo uso de su bastón se levantó y cuando estuvo totalmente de pie hubo de notar una oruga que trepidaba lentamente por su mano. Esa oruga era otra que no había aprendido que no valía la pena vivir. Decidió que con cuidado la pondría en el pasto y luego le machacaría con el pie, pero era demasiada gentileza así que solo arremetió contra ella varias veces con su bastón. Era suficiente.

Tomó su pipa, aspiró el oxígeno y exhaló dióxido de carbono. Lo maravillaba.

lunes, 28 de abril de 2008

Muerto sobre muerte


Una mano arrugada se extendía frente a mi, largas uñas que terminaban en la tierra, y que se mecían de lado a lado. La luna se levantaba en el horizonte, y sobre aquel mostrador de madera empezaba la cresta de una ola. Una ola maldita, no como las del mar que renuevan su vida en cada entrada y salida, esta era una ola inmortal. Era una ola que no acabaría hasta que le llegara lo que esperaba. Lo que esperaba nunca llegaría.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Su sonido era irritante, golpe de muerto sobre muerte. Huesos envainados en carne podrida cayendo como trueno sobre la madera.

El silencio había muerto hace mucho, murió cuando la Voz profirió aquel sonido "Ahora hay una mirada en tus ojos que son como hoyos negros en el cielo". Pero, también la Voz había muerto, aquel ángel la había matado. Ya no había ni Voz ni silencio, solo había música, a veces rápida como el golpear de los cascos de los caballos sobre la tierra o lenta como los truenos. Era destruccion alada y por eso no se le reconoció. Por esa razón penetró hasta el idílico corazón de muchos y les cambio el ritmo. Y murieron.

Aún así, hubo uno que no murió. El ángel lo había llamado "remnant", era lo que quedaba, era la piel vieja, el escozor del calor, eran los gusanos bajo la piel y la pus de las entrañas. No escuchaba la música porque no quería morir. Porque no quería vivir. Porque no sabía. Porque era sordo.

Sin saber lo que hacía, aquel ser, remnant, golpeaba sobre aquella mesa con sus dedos, uno tras uno, cuatro en total. Una y otra vez. Era irritante.

El ángel, oscuro como el día se acercó a remnant. Sus labios temblorosos se acercaron a los ojos de remnant, y con un soplido lo dejó entrar en un sueño de la razón. Aquella cabeza alineada por cabellos plateados lentamente cayó sobre la madera. Hueco el golpe, hueco el cráneo, vacío. Siempre móviles los dedos. Uno, dos, tres, cuatro.

Remnant, los dos pies primero, remnant, ahora el torso. Remnant, ahora la cabeza. Aquel valle era interminable, estaba vacío pero vivo. Repentinamente se dobló sobre si mismo, el infinito tenía un doblés y una curva. Largos tentáculos aparecieron y lo rodearon, mounstros emergieron del cielo que era tierra y blanco, negro, blanco negro, negro blanco, tablero de ajedrez, se fueron posicionando alrededor de remnant.

Lentamente los tentáculos le extrajeron los ojos, oidos y lengua. El sueño de la razón se convirtió en pesadilla y hueco que era su boca albergó a sus ojos, hueco que eran sus oídos ocupó su lengua, hueco que eran sus ojos ocuparon sus oídos.

Sólo su cabeza quedó, los monstruos de la razón también engulleron su cuerpo, sólo cabeza y mano que aun golpeaba sobre una mesa en ese mundo y el otro.

El regreso fue repentino. El silencio muerto, la voz también y aún repirando la música, quieta, por un momento inexistente. Remnant levantó la cabeza, su mano como pegada a aquel pedazo de madera aún repetía el golpetear incesante. El ángel tenía un plan y era momento de terminar. Remnant recordó aquel sueño en el que sus horrores lo seguían. Sintió terror. Abrió los ojos en pos de gritar con ellos, pero no era posible.

Ya sabía lo que vendría, el ángel lo sabía pero, remnant no. Abrió la boca buscando a gritar con ella. El tronar de mil cascos de caballos entró musicalmente en escena. Vio la música, la saboreó y la oyó. Su lengua, sus ojos y sus oídos la habían escuchado. Todo acabó.

Remnant descansaba en su tumba, su mano aún no. El angél suspendido sobre él celebraba su victoria. Ya no habría Voz, ya no habría sonido. Sólo Música eterna y resplandeciente.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. La mano golpeteaba sobre la madera y el ángel así murió.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc.
Lo que esperaba nunca llegaría.

martes, 1 de abril de 2008

Poco sabía él...


Y cuando la música se terminó apagué la luz.

Hoy a las dos de la noche, cuando la luz se iba a lentamente hundiendo en el horizonte, cargada entre brazos por la mujer alada, vi como el fusible último de mi cerebro se quemaba, creando una pequeña chispa, olorosa a azufre y neón. Lentamente la sensación se drenó de mis manos, extendiéndose, lento líquido, hasta mis hombros. Me invadió un sopor, un cansancio increíble. Intenté mover mi mano, pero ésta no parecía responder, un momento después sentía que mi pecho oprimido severamente se socavaba, con el terrible ruido de cada costilla quebrándose y perforando mis pulmones y cualquier órgano que se atravesara en su camino.

En el fondo, allá a lo lejos los oía e intenté inhalar aire para gritar por última vez. Nada. Una vez más, aspiré, pero nada. Finalmente, me iba a dar por vencido, arrollado a lo largo de una carretera que alguna vez creí interminable, gritando con mis ojos, ya no había remedio.

Mis ojos se cerraron quedando renuentes a descubrir si había algo al otro lado que los consolara. Mis labios retorcidos en una mueca desfigurada al comienzo del suplicio ahora se soltaban, músculo a músculo, hasta quedar libres. Si es que aún podía pensar, lo que pensé en aquel momento fue en intentar una vez más aspirar todo el aire que pudiese, pero esta vez para gritar, no de terror, sino de incertidumbre.

Preparé mi traquea e hice el esfuerzo. Aspiré. Pero no fue aire lo que encontré, mis labios fueron encontrados por otros labios que me pedían un último beso antes de pasar a la inconsciencia.

Y así fue.
Me desvanecí.
Ya no fui.

Y ahora soy. Grito, saco todo el aire de mis pulmones en un solemne y desconcertante grito, no es de miedo ni incertidumbre, es un grito de vida.

¡Despierten! ¡Salgan! ¡Salgan de aquí!

Una bella oscuridad me rodea, el rumor de vehículos que pasan, sus luces, las luces resplandecientes del neón que indican que no hay vacantes, pero la realidad es que no hay nadie. Mi terrible presa se desliza rápidamente sobre sus pies, busca que la aceche, que la devore y acabe con ella. Aún es temprano, su momento vendrá más tarde.

Me levanto, se siente frío el piso bajo mis pies, me dirijo al armario, en el que guardo mi piel y mis máscaras, escojo una y salgo al pasillo, doblo y me encuentro en la noche. Llego al lugar, me rodean, me quieren tener para si mismos, subo un poco y una resplandeciente luz me ciega, no los veo, y eso tranquiliza mis ansias, no los quiero ver, cada tanto uno sube adonde mi y con un golpe lo regreso a su lugar. ¡Lejos! Una patada a la cabeza y allá va otro.

Me baño extasiado en el licor, mi sangre hierve y mi cabeza da vueltas. Alrededor mío nada se detiene, parece una fotografía sobreexpuesta y puedo ver cada movimiento que realizan.

Caigo, atrapado en el romance y engullo la sangre de mi compañera, mi presa, engullo su sangre y ella la mía desde mi interior.

Tiro la silla, la reviento contra la pared, las botellas las hago volar en pedazos, sus remanentes me cortan las manos y los pies, destruyo el cuarto, mis máscaras han quedado rotas, sangrando la tinta que las cubría, mis pieles rasgadas, y las botas del asesino escondidas en el rincón del armario ya no están.

Salgo por la puerta, y corro por el pasillo, nunca termina, la puerta se aleja cada vez mas y oigo pasos detrás mío. -Padre! Te quiero matar!- Corro. No termina nunca, miro hacia abajo y mis pies no se mueven, están cubiertos por unas botas. La carretera no termina.

La quemadura en mi brazo izquierdo, quiero escapar de ella, salir por donde entró, pero mientras corro para salir de ella, yo dejo que entre el líquido y me inunde, me arrastre por mis venas.

Sáquenme de aquí, la jungla me rodea, no hay seguridad, pero nada me sorprende. ¿Las podré ver acaso? Aquellas planicies interminables, ¿ya estaré allí? No.

El aire se drena de mis pulmones cercenados, atravesados por crueles estacas, y mi piel vieja y helada se convierte en cenizas. Me pisotean al salir.

Nunca voy a estar allí amigo mío, porque este es mi fin.
Este es el fin.

martes, 11 de marzo de 2008

Cómo llegar si está tan lejos

Uno, dos, tres, cuatro...
Lejos queda de mí, cómo llegar si está tan lejos...

Me despierto tosiendo, mi pecho convulsiona, siento que mis pulmones arden, alguien los quema. Una pobre y solitaria gota de sudor frío recorre mi frente, lentamente, con el poder de decisión de quien se esfuerza por no alejarse del camino, recorre su trayectoria -este es un gran salto para el sudor y un pequeño paso para una gota- hasta mi labio superior, donde oscila, se mece de atrás hacia adelante, de atrás hacia adelante, agarrando momentum y toma el salto hacia adentro. Para la gota es una eternidad el tiempo que pasa, y su solemne acto toma un valor heroico mientras se precipita hacia el vacío, pero para mi garganta es sólo una mísera fracción de segundo hasta el impacto en el que se ha de cerrar el paso a todo, incluso al oxígeno.

El ataque de tos ha pasado, la gota ya no es más, y mi garganta ni recuerda el suplicio que pasó. Son las cuatro de la tarde de ese día en que las noticias no fueron más que eso, noticias. El sol empieza a ocultarse y entre más oscuro se pone, más al descubierto me siento. Me toma un tiempo levantarme de la cama porque mi cuerpo sudoroso está pegado al duro alambre que la conforma. Alrededor mío sólo oigo el rumor de los carros que se alejan, los ruidosos pitos que son el arma de conductores que a falta de agallas no te pasan encima con el carro y el rumor del abanico dentro del cuarto que sólo posee la última de sus aspas y que en su girar solamente hace ruido.

Cuando me termino de levantar aún no está totalmente oscuro afuera -¿o claro?-, sin embargo el proceso de vestirse se facilitaría si tuviera la posibilidad de encender una mísera luz, o vela que alumbrara mi proceder, pero la última bombilla la rompimos hace seis meses y no la hemos podido reemplazar. Una pierna adentro del pantalón y otra afuera, mi pecho al descubierto en el frío matutino, o ¿vespertino? No lo puedo determinar ya, mi cabeza está nublada -un bostezo desfigura mi rostro- y aún no sé lo que me depara la noche o el día.

Salgo a la calle -otro bostezo- y respiro un aire sucio y mundano que para mí es como oxígeno puro que me revitaliza y a la vez me deprime sabiendo cómo era el aire que respiraba antes. Transito por la vereda de una calle -ya me acordé, es de mañana y tengo que ir a trabajar- mientras unos cuantos carros pasan a mi lado, llenos de gente somnolienta, café en mano -expresso on the run, mejores donde sea- y que se dirigen a trabajar o a estudiar.

Ya no hace frío. Pero. el sudor es el mismo, igual de helado y lleno de preocupación. Tengo que ir rápido... Los puedo oír detrás de mí, el tling tling tling de su campana se acerca. Corro un poco mas rápido, saqueando todo lo que puedo a mi paso antes de que ellos se lo lleven todo...

Una muchacha pasa a mi lado, es evidente que provoco en ella una ola de miedo y asco -frenesí de una mente adormecida por la rutina de su vida, ¿acaso no estará así la mía?-, me alejo para no intimidarla y pienso en sonreirle para calmarla -no creo que funcione-. Me detengo y la miro alejarse mientras el uno-dos uno-dos de sus tacones se acelera para dejarme atrás -me pregunto ¿cómo será poder ser libre al igual que ella?-.

Ya no lo podré saber, me han alcanzado y no tengo oportunidad, mientras pasan a mi lado ese tling tling tling es como un regodeo de saber que ellos cosecharán lo que otros siembran y no yo. Yo me quedaré sin comer un día más.

Regreso a mi casa, ya no sudo, la realización de que he fallado mi acometido me llena de tranquilidad y pavor a la vez. Tal vez mañana pueda vencerlos, tal vez mañana no me distraiga y pierda la batalla, tal vez mañana no suene el tling tling tling del martirio detrás mío.

domingo, 2 de marzo de 2008

Solo

Sentarme en la acera, sacar el paquete de rubios e incendiarlo, tomar un fósforo y dejar que las llamas lo consuman y que su humo consuma mis pulmones. Cada coqueta aspirada realza su figura en mi mente y ella late y late como fiebre de 40 que bombea ola tras ola de sangre a mi cerebro. Exploto.

Dos cuadras mas alla me detengo, mis extremidades que flagelan al enemigo de mi bolsillo derecho hilvanan el discurso que ha de preceder la transformacion: "Estoy bien, estoy bien". Las rugosas escamas que me rodean transpiran el oscuro alquitrán que ha de ser mi sangre. A cada paso me derrito sufriendo al ver como mis piernas arraigadas en el asfalto con aplomo me unen a el.

Y ascender. A la suavidad del brillo y los labios que me aspiran. Entrar a sus pulmones y ser un rubio más.

Mi batalla

Boom, boom, boom,
suena el tambor de la guerra
cruza el mar, la tierra y las montañas.
En la planicie interminable,
la solitaria flor es aplastada,
la bota del hombre amable la ha convertido en nada.
El hombre sacado de su tierra,
ese hombre ignorante
se oye un "pa'lante"
y dos, tres, cuatro ya no hay felicidad.
Murió en mi corazón
y no sentí piedad.
A mi diestra oigo gritos,
a siniestra siento dolor
pero a mi que me importa?
Ya no veo ni a Dios
Sólo sigo, sigo y Alto!
Hacia donde voy?
Esta nunca fue mi batalla
tampoco lo fue hoy.

sábado, 1 de marzo de 2008

Una y tres

Quieto.
Tic Toc.
Hace el reloj.
Tres para las una.
Una para las tres.
El mundo esta al revés.
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"Que llueva, que llueva la virgen esta en la cueva, los pajarillos cantan, la luna se levanta, que si, que no, que..." me arranquen el corazón, que destripen las entrañas, y crezcan telarañas de vidrio fragmentado, erguiéndose al cielo, de rojo y amarillo , verde y café.

Nos despertamos aquella mañana con el olor del miedo, ese distintivo reconocimiento de que no sabíamos porque estábamos ahí. Nuestros pasos resonaban en aquel desierto como planchas de acero sobre acero. Era miedo, y yo tipifiqué aquel lugar como desierto, no por la falta de vegetación que en sí era abundante, sino porque sin necesidad de ver kilómetros mas allá sabíamos que no había nadie allí.

A ambos lados se alzaban monumentales estructuras, si así se le puede llamar a una planta, y bajo la refulgencia de un sol incierto, no visto por nadie, el reflejo vidrioso era increíble y cegador.

Una de las voces que se encontraban detrás de nosotros decidió romper el silencio. No sé si fuimos nosotros o ustedes, pero empezó a resonar una canción en un diafragma que se expandía y reducía de manera asonante. "Now there's a look in your eyes, like black holes inthe sky." No entendí. Tal vez ellos entendieron pero no nosotros. Y esta reflexión nos las permitimos porque la rapidez con la que el miedo nos paralizó fue instantáneo y solo dejó en funcionamiento nuestro cerebro.


En este punto era imposible decidir cual sería nuestra próxima movida sin sentir que arriesgábamos la vida de seis personas en un solo tiempo. No sabíamos que hacer, regresar y enfrentarnos a la Voz o avanzar hacia un futuro sin sonido.

Finalmente sucumbimos y la marcha hacia atrás comenzó, la claridad que rodeaba en ese momento realzaba el hecho de que sabíamos que ese camino ya lo habíamos recorrido de manera fallida. La Voz empezó una vez más. Nos llamaba con mayor fuerza cada vez.

Tú y yo nos detuvimos, pero él decidió seguir, ya no eramos los seis que habíamos comenzado, ya no existíamos como unión propia o ajena. Éramos tres, desperdigados por la maleza y el bosque que nos rodeaba. El fanatismo de él nos obligó, ya no era posible decidir cual sería el rumbo, porque ante nosotros se cerró un solo camino. Si queríamos avanzar juntos tendríamos que regresar y encontrar al que se extravió.

Fue así la historia de cómo fallidamente intentamos separarnos de la Voz, de cómo lo que empezó como un avance unido termino siendo nuestra regresión separada. La Voz éramos los que faltaban, tres en uno solo, mas los tres que regresaban. La Voz éramos todos y todos éramos la Voz.-


"Excremento pútrido que sirve de alimento a seres irredentos. Ingieren mis sobrantes de vidas malhabidas hasta la saciedad inalcanzable y mientras convierten todo lo que fui en lo que serán, se Inflan. INflan. Se INFlan. INFLan. Se INFLAn. INFLAN. Y explotan.

Y así a quien excretan es a mí."




sábado, 16 de febrero de 2008

Mi nombre es cronopio

Tengo una casa, no es muy grande ni muy pequeña, pero es mía.

La decoré con muchos colores, me tomó mucho tiempo hacerlo. Cuando iba por la calle siempre iba viendo hacia abajo buscando cosas bonitas para ponerle. Una vez me encontre unas monedas gigantes, y las cargué hasta mi casa. Me cansó mucho, pero eran mis monedas y mi casa...

Como a mi me gustan mucho las plantas, sembré plantas por doquier. Todo se miraba tan bonito, y la vida era tan maravillosa que parecia como si no habia nada mejor que mi casa porque era mía.

Todos los días yo pasaba el tiempo en mi casa dorada, casi nunca recibía visitas y me sentía solo. Todo mundo pasaba enfrente de mí en la casa y nadie se detenia a saludar, pero como era mi casa no me importaba.

A veces, en la noche, mi casa no es muy cómoda porque es muy abierta y el viento pasa y me da frío, pero, es mía y eso es lo que importa.

Cuando oscurecía, me subía al techo a admirar las estrellas. Siempre me preguntaba quién era yo, pero no lo sabía, lo que me entristecía. Nada de eso importaba si, porque estaba en mi casa y era mía.

Una mañana me desperté y habia un señor sentado afuera de mi casa. El señor me dijo que esa casa no era mía.

Me fui caminando ese día, lleno de tristeza todo el camino, hasta que me senté y lloré. Mi casa ya no era mía, pero eso ya no importaba porque mis lágrimas eran mías.

jueves, 14 de febrero de 2008

Creo en vos...

El pueblo sale a la estrecha calle de adoquines, no hay orden y tampoco hay necesidad de uno. En las calles la basura regada al compás de un crescendo se mezcla al colorido de los trajes. Folklore le llaman a la obvia mezcla entre cultura y decadencia.

Corre de un lado a otro el hijo del soldador, orgulloso de serlo, con su sombrero de metal y su escudo de latón. Mientras a través de unas barras de metal se asoman ojos octogenarios resueltos a no ser olvidados aún.


Todo personaje esta ahí, desde el poeta que encarna al presidente o el borracho que se proclama pescador. ¿Cual es el objetivo de tal congrega
ción? Helo ahí el objetivo, congregarse y resaltar, congregarse y consagrarse al olvido. El dia de mañana las panaderas de Monimbó volverán a ser los albañiles, estudiantes, ingenieros y vagos que deambulan la ciudad. Los presidentes, transvestis y parcas, volverán a la rutina.

Pero, eso sí, hoy salen a protestar, divertirse y a crucificar las penas que los crucifican a ellos cada dia. Dejan sus cruces a la puerta de su casa en honesto plan de exhibir lo que son, pero llevan sus sogas al cuello para recordarles lo que son...

Es por eso que aún creo en el hombre común que vive y es el pueblo, porque la mañana que lo saquen de su rutina, se dará a conocer su verdadera naturaleza.. y yo creo en el pueblo con su noble pensamiento de la música, del viento, de la paz y del amor... en las sabias palabras de CMG.