domingo, 21 de diciembre de 2008

V (Cinco)

Se encontraba acostada en el sofá, di vueltas a su alrededor tratando de hallar el porqué de su aflicción, entre sollozos respiraba, sus labios temblaban, era como si su alma estuviese vibrando en algún lugar lejano.

Estaba desnuda, y su piel era tersa, pasé mis manos varias veces por encima y con una leve inclinación me acomodaba cerca de su oído para respirar, para susurrar que todo estaría bien. Yo no quería que lo estuviera, quería que sintiera ese dolor, que entre las convulsiones de su cuerpo vacío exclamara mi nombre. Anhelaba acercarme a su cuello, pasar mis labios por él y ver como cada folículo en él con alarma se despertaba.

Admiré su cuerpo varias veces, ya sabía el porqué de su aflicción. Era una belleza fría pero caliente al tacto. Despertaba en mi mente cada obsceno pensamiento pero con una cualidad dulce. Con pequeñas visiones de rosas deslizándose por su piel, y mis lágrimas cayendo suavemente en su paladar, la sal amarga convirtiéndose en vida.

Ya no podía más. Me acerqué a la ventana, era de noche y sobre los lúgubres árboles que se alzaban a nuestro alrededor sólo podía escuchar el graznido del ave negra. Si tan solo esto fuese una única vez, si nunca jamás lo tuviese que vivir, el ave no estaría afuera. Habría sido derribada por un rayo, y la noche se hubiera iluminado para convertirse en día.

De un lado a otro de la habitación me llevaban mis pies, mis manos caídas a los lados sólo oscilaban adelante y atrás. El reloj de la habitación marcó las doce y con una leve sonrisa se burló. Con ímpetu corrí, me enfrente a él, y lo arremetí con la cabeza una y otra vez, sin descansar, hasta que me tomó en su brazos, mi cara sangrienta y cortada por sus vidrios. El reloj sonrió y me depositó en el suelo.

Estaba mareado, nauseabundo y con hielo en las venas. Trastabillé hasta llegar donde ella y caí de rodillas a su lado. Su piel era deliciosa, un tono dorado la cubría y no me pude resistir. Con una mano recorrí todo su cuerpo, desde sus pies, sus piernas, las caderas que se levantaban sobre el horizonte, sus pechos y su cara. Aún convulsionaba, retorciéndose ante el roce de mi piel sobre la suya, sus folículos levantándose a mi paso. Toqué sus labios, los admiré.

Posé mi mano sobre su vientre y supe lo que tenía que hacer, acerqué mis labios lentamente y entre respiros lo besaba hasta saber que ya no necesitaba de mí. Le habían robado una parte de sí y ahora yo la reponía con mi ser. Exhalé lo último de mi vida.

Ya no respiraba. Me acosté sobre el piso al lado del sofá, pude notar que las convulsiones cesaron. Me extendí mientras escuchaba al cielo rugir. Cerré los ojos y en mi mente besé su piel una última vez.