lunes, 28 de abril de 2008

Muerto sobre muerte


Una mano arrugada se extendía frente a mi, largas uñas que terminaban en la tierra, y que se mecían de lado a lado. La luna se levantaba en el horizonte, y sobre aquel mostrador de madera empezaba la cresta de una ola. Una ola maldita, no como las del mar que renuevan su vida en cada entrada y salida, esta era una ola inmortal. Era una ola que no acabaría hasta que le llegara lo que esperaba. Lo que esperaba nunca llegaría.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Su sonido era irritante, golpe de muerto sobre muerte. Huesos envainados en carne podrida cayendo como trueno sobre la madera.

El silencio había muerto hace mucho, murió cuando la Voz profirió aquel sonido "Ahora hay una mirada en tus ojos que son como hoyos negros en el cielo". Pero, también la Voz había muerto, aquel ángel la había matado. Ya no había ni Voz ni silencio, solo había música, a veces rápida como el golpear de los cascos de los caballos sobre la tierra o lenta como los truenos. Era destruccion alada y por eso no se le reconoció. Por esa razón penetró hasta el idílico corazón de muchos y les cambio el ritmo. Y murieron.

Aún así, hubo uno que no murió. El ángel lo había llamado "remnant", era lo que quedaba, era la piel vieja, el escozor del calor, eran los gusanos bajo la piel y la pus de las entrañas. No escuchaba la música porque no quería morir. Porque no quería vivir. Porque no sabía. Porque era sordo.

Sin saber lo que hacía, aquel ser, remnant, golpeaba sobre aquella mesa con sus dedos, uno tras uno, cuatro en total. Una y otra vez. Era irritante.

El ángel, oscuro como el día se acercó a remnant. Sus labios temblorosos se acercaron a los ojos de remnant, y con un soplido lo dejó entrar en un sueño de la razón. Aquella cabeza alineada por cabellos plateados lentamente cayó sobre la madera. Hueco el golpe, hueco el cráneo, vacío. Siempre móviles los dedos. Uno, dos, tres, cuatro.

Remnant, los dos pies primero, remnant, ahora el torso. Remnant, ahora la cabeza. Aquel valle era interminable, estaba vacío pero vivo. Repentinamente se dobló sobre si mismo, el infinito tenía un doblés y una curva. Largos tentáculos aparecieron y lo rodearon, mounstros emergieron del cielo que era tierra y blanco, negro, blanco negro, negro blanco, tablero de ajedrez, se fueron posicionando alrededor de remnant.

Lentamente los tentáculos le extrajeron los ojos, oidos y lengua. El sueño de la razón se convirtió en pesadilla y hueco que era su boca albergó a sus ojos, hueco que eran sus oídos ocupó su lengua, hueco que eran sus ojos ocuparon sus oídos.

Sólo su cabeza quedó, los monstruos de la razón también engulleron su cuerpo, sólo cabeza y mano que aun golpeaba sobre una mesa en ese mundo y el otro.

El regreso fue repentino. El silencio muerto, la voz también y aún repirando la música, quieta, por un momento inexistente. Remnant levantó la cabeza, su mano como pegada a aquel pedazo de madera aún repetía el golpetear incesante. El ángel tenía un plan y era momento de terminar. Remnant recordó aquel sueño en el que sus horrores lo seguían. Sintió terror. Abrió los ojos en pos de gritar con ellos, pero no era posible.

Ya sabía lo que vendría, el ángel lo sabía pero, remnant no. Abrió la boca buscando a gritar con ella. El tronar de mil cascos de caballos entró musicalmente en escena. Vio la música, la saboreó y la oyó. Su lengua, sus ojos y sus oídos la habían escuchado. Todo acabó.

Remnant descansaba en su tumba, su mano aún no. El angél suspendido sobre él celebraba su victoria. Ya no habría Voz, ya no habría sonido. Sólo Música eterna y resplandeciente.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc. La mano golpeteaba sobre la madera y el ángel así murió.

Uno, tac, dos, tec, tres, tic, cuatro, toc.
Lo que esperaba nunca llegaría.

martes, 1 de abril de 2008

Poco sabía él...


Y cuando la música se terminó apagué la luz.

Hoy a las dos de la noche, cuando la luz se iba a lentamente hundiendo en el horizonte, cargada entre brazos por la mujer alada, vi como el fusible último de mi cerebro se quemaba, creando una pequeña chispa, olorosa a azufre y neón. Lentamente la sensación se drenó de mis manos, extendiéndose, lento líquido, hasta mis hombros. Me invadió un sopor, un cansancio increíble. Intenté mover mi mano, pero ésta no parecía responder, un momento después sentía que mi pecho oprimido severamente se socavaba, con el terrible ruido de cada costilla quebrándose y perforando mis pulmones y cualquier órgano que se atravesara en su camino.

En el fondo, allá a lo lejos los oía e intenté inhalar aire para gritar por última vez. Nada. Una vez más, aspiré, pero nada. Finalmente, me iba a dar por vencido, arrollado a lo largo de una carretera que alguna vez creí interminable, gritando con mis ojos, ya no había remedio.

Mis ojos se cerraron quedando renuentes a descubrir si había algo al otro lado que los consolara. Mis labios retorcidos en una mueca desfigurada al comienzo del suplicio ahora se soltaban, músculo a músculo, hasta quedar libres. Si es que aún podía pensar, lo que pensé en aquel momento fue en intentar una vez más aspirar todo el aire que pudiese, pero esta vez para gritar, no de terror, sino de incertidumbre.

Preparé mi traquea e hice el esfuerzo. Aspiré. Pero no fue aire lo que encontré, mis labios fueron encontrados por otros labios que me pedían un último beso antes de pasar a la inconsciencia.

Y así fue.
Me desvanecí.
Ya no fui.

Y ahora soy. Grito, saco todo el aire de mis pulmones en un solemne y desconcertante grito, no es de miedo ni incertidumbre, es un grito de vida.

¡Despierten! ¡Salgan! ¡Salgan de aquí!

Una bella oscuridad me rodea, el rumor de vehículos que pasan, sus luces, las luces resplandecientes del neón que indican que no hay vacantes, pero la realidad es que no hay nadie. Mi terrible presa se desliza rápidamente sobre sus pies, busca que la aceche, que la devore y acabe con ella. Aún es temprano, su momento vendrá más tarde.

Me levanto, se siente frío el piso bajo mis pies, me dirijo al armario, en el que guardo mi piel y mis máscaras, escojo una y salgo al pasillo, doblo y me encuentro en la noche. Llego al lugar, me rodean, me quieren tener para si mismos, subo un poco y una resplandeciente luz me ciega, no los veo, y eso tranquiliza mis ansias, no los quiero ver, cada tanto uno sube adonde mi y con un golpe lo regreso a su lugar. ¡Lejos! Una patada a la cabeza y allá va otro.

Me baño extasiado en el licor, mi sangre hierve y mi cabeza da vueltas. Alrededor mío nada se detiene, parece una fotografía sobreexpuesta y puedo ver cada movimiento que realizan.

Caigo, atrapado en el romance y engullo la sangre de mi compañera, mi presa, engullo su sangre y ella la mía desde mi interior.

Tiro la silla, la reviento contra la pared, las botellas las hago volar en pedazos, sus remanentes me cortan las manos y los pies, destruyo el cuarto, mis máscaras han quedado rotas, sangrando la tinta que las cubría, mis pieles rasgadas, y las botas del asesino escondidas en el rincón del armario ya no están.

Salgo por la puerta, y corro por el pasillo, nunca termina, la puerta se aleja cada vez mas y oigo pasos detrás mío. -Padre! Te quiero matar!- Corro. No termina nunca, miro hacia abajo y mis pies no se mueven, están cubiertos por unas botas. La carretera no termina.

La quemadura en mi brazo izquierdo, quiero escapar de ella, salir por donde entró, pero mientras corro para salir de ella, yo dejo que entre el líquido y me inunde, me arrastre por mis venas.

Sáquenme de aquí, la jungla me rodea, no hay seguridad, pero nada me sorprende. ¿Las podré ver acaso? Aquellas planicies interminables, ¿ya estaré allí? No.

El aire se drena de mis pulmones cercenados, atravesados por crueles estacas, y mi piel vieja y helada se convierte en cenizas. Me pisotean al salir.

Nunca voy a estar allí amigo mío, porque este es mi fin.
Este es el fin.