lunes, 1 de noviembre de 2010

Cable

El soliloquio. Y acababa de entrar en la habitación, mi mente errática y el cuerpo nauseabundo. Por las paredes se desplazaban sinfonías de amaneceres pasados y perplejo veía mi aliento desplazarse congelado ante mí. Alguna vez tuve tiempo de arreglar las palabras, disponerlas ante mí y una a una transfigurarlas en sonetos. Pero mi mente ya sólo recuerda los colores inalterables, el azul pálido y el rojo, ya no logra evocar las sombras que existían tras mis pupilas. Cuando todo carece de sentido y el siguiente paso lógico es restregarse los ojos, ver si las formas bidimensionales eran embrutecidas hasta desaparecer, en ese momento es necesario llamar a nuestra sanidad, tras pocos y resonantes quejidos, ya se sabrá que estamos vacantes, abandonados en un callejón. Desplazarnos de nuestras almas, abandonar el cuerpo, embestir, reemplazar el tejido por elementos diáfanos y entender que el reflejo es en realidad un martillo y que las manchas en las paredes no son más que eso. Que las bestias que antes atosigaban nuestra imaginación se encuentran en los pabellones de nuestra juventud celebrando nuestra muerte. Llorando nuestra muerte en un acto contemplativo de auto compasión. La inmortalidad es un objeto, es el arca costumbrista de las lenguas de fuego y palomas viajeras.

jueves, 14 de octubre de 2010

Incompleto

Todo para la eventual extinción de alboradas y lazos de sangre. La pérdida continua de intelecto y el alza de amores insípidos. Una tumba solitaria que yace mientras el soldado se levanta en batalla, remueve la mortaja y con gran suavidad se venda los ojos, continuando con el salto a lo profundo. Tres cuartos más alla se oye su respingar, plácida aguja sobre polímeros tornados en cal y hueso, polvo y hambre. La sal de mi tierra. El sacrificio sobrevivido a través de los siglos hasta la inminente amputación del alma. El deseo de cerrar los ojos y que el mundo deje de girar. Abrirlos otra vez y descubrir la ausencia del yo y nada más.

domingo, 24 de enero de 2010

Efigie

Ciertas reminiscencias de un pasado alterado. Pinceladas temblorosas de pueblos, personas y espejos. Deformaciones sutiles en rostros que creíamos conocer. Los edificios de barro y cuero que transitan entre puertas enanas y gigantes alternadas. Largas calles en ascenso en donde los pies deambulan y la gravedad los impulsa cada vez más arriba. Algún invento en el camino, una rueda que bajo las hojas otoñales se desliza, suaves crujidos de placer. Y todos aquellos caminos, norte, sur, este y oeste, sol y sombra, fierro y árbol; todos liberando la mente de dudas, dando paso al pensamiento único y uniforme. Porque de labios entrepartidos y anhelantes salen los vapores que nieblan el suelo, camuflando el sonido, haciendolo reberberar dentro del cascarón vacío. La montaña que se alza sobre mis simples palabras, y los cráneos que sirven de base a la efigie de la civilización. Una torre. Allá en lo alto, como mano omnipresente, alzada en pirámide, una torre.

Los pies estáticos, pero la mirada, los ojos que empiezan a moverse frenéticamente. El movimiento del cuerpo a través del espacio y la llegada a la base. La espuma gotea de boca y nariz. En los alterados recuerdos la cabeza está bajo el agua y pequeñas explosiones recogen la punta de mi lengua. Ante las rodillas se alza el monumento. Ahora el corazón está somnoliento, dentro de la bestia que dormita, las paredes figuradas por estatuas, ojos que recriminan. Y subir ya no es fácil, la torre está dentro de nosotros. Irrumpe la luz, y mientras la manos temblorosas jalan de la garganta de la bestia, se oye retumbar su bramido por todo el pueblo. Finalmente los haces de luz penetran el campanario y el amanecer se revierte sobre el horizonte.