lunes, 1 de noviembre de 2010

Cable

El soliloquio. Y acababa de entrar en la habitación, mi mente errática y el cuerpo nauseabundo. Por las paredes se desplazaban sinfonías de amaneceres pasados y perplejo veía mi aliento desplazarse congelado ante mí. Alguna vez tuve tiempo de arreglar las palabras, disponerlas ante mí y una a una transfigurarlas en sonetos. Pero mi mente ya sólo recuerda los colores inalterables, el azul pálido y el rojo, ya no logra evocar las sombras que existían tras mis pupilas. Cuando todo carece de sentido y el siguiente paso lógico es restregarse los ojos, ver si las formas bidimensionales eran embrutecidas hasta desaparecer, en ese momento es necesario llamar a nuestra sanidad, tras pocos y resonantes quejidos, ya se sabrá que estamos vacantes, abandonados en un callejón. Desplazarnos de nuestras almas, abandonar el cuerpo, embestir, reemplazar el tejido por elementos diáfanos y entender que el reflejo es en realidad un martillo y que las manchas en las paredes no son más que eso. Que las bestias que antes atosigaban nuestra imaginación se encuentran en los pabellones de nuestra juventud celebrando nuestra muerte. Llorando nuestra muerte en un acto contemplativo de auto compasión. La inmortalidad es un objeto, es el arca costumbrista de las lenguas de fuego y palomas viajeras.