martes, 18 de noviembre de 2008

Reloj de bolsillo

Se acercó al borde de la barandilla, bajo sus pies una rejilla metálica era lo único que lo separaba de la inmensidad de la fábrica. Los engranajes daban vueltas sin cesar. Siempre le habían dicho que siguiera la línea de mando, pero y ahora que no había nadie por encima de él, cómo proseguiría. El primer paso fue uno hacia atrás. Veinte metros lo separaban del sucio suelo de la fábrica y sin embargo nunca se había sentido seguro ahí. Algo le decía que era una carnada. 

Ese día su hijo lo acompañaba y en ese momento de vértigo y pérdida lo acercó a su pecho, a manera de escudo, nunca se sabía lo que podía provenir de aquella oscuridad. El hijo subió la vista hacia su padre, no sabía porque lo sometía a aquella tortura cada mañana. Pero el hijo no importaba, era el padre, el hombre del traje gris y el reloj de bolsillo, la mirada fijamente incrustada en el dinero y las manos temblorosas que se sujetaban a la barandilla. Manos que portaban anillos y venas resaltadas y que con cada vistazo a la oscuridad temblaban de manera sutil.

Eso era algo nuevo, su padre nunca había temblado cuando con toda su fuerza usaba sus manos para atravesar de golpes los cuerpos demacrados de los que movían los engranajes. Pero seguro era solamente la señal del envejecimiento aquel temblor. Ojalá así fuese.

Durante años, por la mañana y tarde el paseo obligatorio por la barandilla le provocaba un cosquilleo desde los pelos en la nuca hasta la punta de sus pies. Había sido una tradición que su padre compartió con él y que ahora él compartía con su hijo. Desde pequeño supo que si asomaba su cabeza no vería nada pero que ahí estarían esperandolo los ojos amarillentos. Lamentablemente los engranajes no se podían mover solos y necesitaban de ellos que día tras día en la oscuridad empujaban palancas, martilleaban metales y corrían en círculos.

Clang, clang, clang hacían las suelas de sus zapatos sobre la rejilla y a cada paso los cuellos giraban y los ojos volteaban hacia arriba, los colmillos relucían en la oscuridad y el sudor era dulces gotas de mercurio que caían al piso y rodaban sobre la superficie grasienta. Repentinamente un brazo se alzó, sus falanges rodeaban un tubo metálico y la presión a la cual lo sometían era increíble. Sobresalía por encima de la oscuridad y la niebla, destelló en sus ojos. Su resplandor metálico se reflejó claramente en los ojos del padre.

Hubo un momento silencioso, el brazo esperaba ahí a que algo sucediera. Lentamente todo el sonido en la fábrica cesó.

¡Regresen al trabajo! ¡Regresen ya!- vociferó el hombre, lanzando esquirlas de saliva desde su boca. Levanto su mano y con la manga limpió su boca, la mano estaba temblando y en su frente se podía ver la sangre que se transportaba rápidamente por la venas.

El brazo que sobresalía de la oscuridad bajó un momento y luego golpeó con ira uno de las máquinas con engranajes que lo obligaban a trabajar todo el día. El sonido fue contundente, hizo vibrar el corazón de la fábrica e inmediatamente se reanudó el trabajo y los ruidos del trabajo.

Excepto que esta vez había algo distinto, los sonidos de la fábrica ya no eran al azar, cada uno parecía complementar al otro en tono y tiempo. El metal precedía a los engranajes, y golpe tras golpe se mezclaban los unos con los otros. Estaban haciendo música.

La mano del hombre aún temblaba y no lo notó. Dirigió su mirada a su hijo y vió que con horror éste contemplaba por encima de la barandilla. Se acercó a él, se puso de cuclillas y con ambas manos lo agarró de los brazos e hizo que dirigiera su mirada hacia él. El hijo se intentó soltar, se negaba y no quería. Mientras tanto la música crecía.

El hombre aún con la adrenalina en sus venas no lo pensó dos veces y dió una cachetada a su hijo. Se quedó quieto y lo miró a los ojos. Era exactamente lo que el hombre quería, él sabía en su interior que los temblores era por vejez y nada más. Con una voz calmada se dirigió a él y le dijo – Sólo tienes que manejarlos con mano de hierro…

La rejilla se desplomó, lentamente padre e hijo cayeron 20 metros hasta dar con el mugriento suelo que cubría la fábrica. En medio de la oscuridad se empezaron a vislumbrar los ojos amarillos, los colmillos y tubos metálicos. Uno tras uno los golpeaban contra el piso, la sinfonía continuaba.

Se abalanzaron sobre el padre destripandolo, mientras los ancianos retiraban al niño. Era hora de llevarlo de vuelta hacia arriba. Pronto necesitarían otra carnada para incentivarlos a girar los engranajes día tras día. Pronto las cosas volverían a la normalidad y los restos del padre pasarían a ser sólo más suciedad en el suelo de la fábrica. 

Una vez más los sonidos de la fábrica eran sólo el golpetear de un reloj de bolsillo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Se ve el presente.

Anónimo dijo...

jajaja no es de la epoca blanca, jajaj me gusta.

Axel Ubeda dijo...

No mueras papá!!!!
necesitamos presidentes (de compañias), hoy más que nunca!!

Una buena crónica de ficción, deberías dejarla pa la revista.
ah, perdón, a don Dominguez no le va a gustar.