miércoles, 29 de junio de 2011

Genética

Aunque daba vueltas uniformes en espacios indefinidos se seguía sintiendo como si sólo subiera escaleras interminables que seguir. Estaba confinado a su cuadrícula, unos 40 cm de alto por 85cm de ancho; un número que cualquier otro habría notado como inconsecuente, excepto tal vez para optimizar espacio, un número amoral. Para él no lo era, para él era una identificación, un souvenir distorsionado de algún ancestro egipcio. Un nombre secreto que sólo le podría mentar a los dioses en su última morada. Cuatro dígitos que a él le equivalían como si el aliento de la vida suspirase "A-Mon-Ra" a sus oídos, eso o cualquiera de los nombres de aquella época que paulatinamente desaparecía de su genética.

La suposición era que lo único que permanecía allí de esa herencia era la nariz aguileña. Habiendo cruzado mares hace tantas lunas, su unidad familiar habría llegado al cabo Trafalgar. Punto extraño de entrada al continente. Lo sería aún más a la salida. De eso no sabía nada en aquel tiempo si; permanecía en sus recuerdos haberse sentido liberado de una esclavitud para entrar a otra, ya no hablar con libertad una lengua y sentir que una nueva le crecía en las entrañas, casi una semilla oscura que empezó a distorsionar su interior. Crecer ya no entre el hambre que lo había azotado en un inicio sino entre una abundancia enfermiza y aún así seguir tragando cuando el cuerpo lo rechazaba, cuando rebalsaban sus jugos gástricos y hallaban salidas al exterior. Alguna vez creyó llorar aceite, pero con seguridad habría sido un sueño.

El transcurrir pesado, ser un hombre adulto, con un trabajo. Amaneceres distintos con un tinte embalsamado en vejez. Ya una familia propia, hijos aún mas distanciados de las carretas que halaban al sol a través del día. El distintivo hedor que quedaba en su cama de la mujer que nunca había sido más que un arreglo de conveniencia y necesidad envuelto en la gaza del amor. Un distinto hedor en su propio cuerpo que parecía derretirse lentamente hacia el suelo. Finalmente la explosión de un arteria, probablemente provocada por una bala pero igualmente posible de hallarse incitada por un vistazo al espejo. Ironía el verse a si mismo morir de una manera tan insípida. Ironía estar frente al espejo y tras el pinchazo agudo de aquel cuerpo metálico, ver la sangre negra extenderse y caer lentamente al suelo sin gracia alguna, no así el ave derribada en pleno vuelo.

Pero no sería el último vuelo, habría de dar vueltas en espacios indefinidos. Llevado ahí como último recurso de un cementerio astral, saber que en aquel espacio de 4o por 85, a unos cuantos miles de kilómetros de la estación en Trafalgar, su cuerpo flotaría, convertido en cenizas y que la última neurona que se disipaba en el fuego pensaba, que ha de ser de mí, que no me podré reunir con mis dioses y mi nombre ya nadie lo sabrá.

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