martes, 15 de diciembre de 2009

Uno de estos días

La luz que pendía en el cenit del universo, ondulando de dimensión a dimensión y con cada nuevo vaivén, los matices que iluminaba en su rostro. En cada pliego, cada arruga, los seres que se escondían de la luz, que caminaban al acecho de las sombras. Los recuerdos subyacentes y el horror de las imágenes intermitentes. Algún golpe en la juventud y la sangre que se estancaba, la depresión de cada nueva partícula que no hallaba la salida.

Y cada tanto en los amaneceres aparecía el puente hacia el ocaso, la docena de horas que servían de viga. De sus oídos salía el retumbar primario de los tambores. Una vez más, la sangre que se agolpaba. Cada tanto la piel buscaba la cobija del firmamento. La fábrica del mismo agujereada, y los ojos buscando a través de ellos lo que yace más allá. Las correcciones del pájaro cantor de la mañana y el dolor pulsante de la mano que no descansa.

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